Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

8.24.2005

Amanecer

Recuerdo, como si fuera hoy, el amanecer de un domingo cualquiera del mes de junio pasado.

Son las cinco y tantas de la mañana. Contemplo desde el balcón de mi apartamento la creación divina y la humana que se mezclan formando una imagen indescriptible para quien, como yo, la disfruta. Corro desde el balcón a la computadora para tratar de hacer lo imposible: describir la transformación que observo, sin dejar de observarla. Elección, la vida es una constante elección: ¿describo o vivo?

Ya amaneció, aunque el sol aún no termina de aparecer por detrás de las colinas que rodean el valle, colinas que ya no son adornadas por las luces que le dan vida de noche.

Son casi las seis de la mañana. Evoco los eventos que hace algunos momentos me extasiaban. Lo primero que interesó a mis sentidos son los colores del cielo. Los tonos grises son fácilmente reconocibles como tales: tonos del gris. No obstante, los otros… ¿cómo describirlos? Aquel que los ha visto me entiende. Una extraña mezcla de rosados, más que rojos (al menos hoy) con pizcas de ¿un naranja o un salmón?

Casi simultáneamente a esa colorida y ensoñadora visión, también los sonidos logran captar mi atención. Son las aves las primeras en celebrar al nuevo día. Sin embargo, me sorprende ver a lo lejos una que otra luz perdida en los edificios cercanos al mío o, para ser más exacta, construcciones cercanas a aquella edificación en la cual se encuentra mi espacio íntimo y predilecto, aquel en el que simplemente me encuentro.

De vez en cuando, algún vehículo me distrae de la tarea principal: gozar del amanecer.

Un intenso escalofrío en la piel me recuerda que olvidé ponerme el suéter ante la emoción de ver el día despertar. A pesar de ello, aguanto todavía unos minutos más, antes de que la necesidad de hacer perdurar estos segundos, junto con el fresco de la mañana, me regresen a escribir.

¿Quién dice que la creación del hombre destruye la de la naturaleza? Sólo aquel que no le interesa ver como la una presta pleitesía a la otra, acompañándola y permitiéndonos a los frágiles humanos sobrevivir para seguir engrandeciéndola. Estoy segura de que nos hemos equivocado algunas veces en el proceso, pero a pesar de ello la realidad me muestra que han sido mayores los aciertos.

Qué amanecer de esperanzas. Soy feliz, inmensamente feliz… al menos en este instante, el cual se repite más seguido de lo que hubiera imaginado hace algunos años.

Gracias Dios mío.

8.19.2005

Vive tu vida donde quieras

¿Acaso no es vivir nuestra vida y ser felices en el intento, el mayor anhelo de todos? Por supuesto, aquellos que no se consideran capaces de alcanzar ese ¿sueño? o no desean pagar el costo y hacer el esfuerzo que esto implica, pareciera que dedicaran esa vida suya a que otros no logren sus metas. Tal vez es esto precisamente lo que los hace felices: amargarle la vida al resto.

La idea de escribir estas reflexiones surgió hace meses: el miércoles 13 de octubre de 2004. Ese día al final de la tarde, asistí a la segunda de dos conferencias que impartió el filósofo David Schmidtz en la Universidad Francisco Marroquín de ¿mi Guatemala? Al finalizar la disertación, Schmidtz contó que en una cena reciente uno de los asistentes a la misma le preguntó cuál era la esencia del liberalismo. La respuesta del intelectual fue breve: “El corazón del pensamiento liberal es el derecho de cada individuo a vivir su vida donde quiera”.

Por la noche, decidí consultar mi correo electrónico, algo que no hago muy seguido en mi hogar, en el que prefiero dedicarme a uno de mis más arraigados vicios: la lectura. Sin embargo ese día, y a pesar de la hora, entré a navegar en las aguas de la Internet, en donde me topé con una larga epístola que me hizo estremecer en lo más profundo de mi ser, hasta casi hacerme naufragar.

La carta a la que me refiero estaba escrita por mi querido hermano Constantino, el menor de cinco vástagos que mis padres legaron al mundo. En ésta me contaba que había decidido, entre otras cosas, pedir asilo en Estados Unidos, donde se encuentra cursando sus estudios superiores, porque en ese país había encontrado la sociedad en la cual él deseaba vivir. En la misiva me pedía apoyo en este momento decisivo de su vida.

Con el corazón turbado, y en medio de un afluente imparable de lágrimas, hice lo que mi conciencia me indicó: ofrecerle mi apoyo incondicional, a sabiendas de que esa decisión significaba reducir al mínimo los días de mi vida que iba a compartir con él.

Después de la perturbación emocional me llegó el momento de reflexionar, y fue fácil para mi entender que mi hermano no estaba haciendo nada más que mostrar su cepa libertaria: eligió vivir su vida como él quiere y donde tiene más posibilidades de maximizar sus segundos, minutos, horas, días, años… de felicidad.

¿No quisiéramos muchos tener las mismas agallas para dejar nuestras raíces y sembrar nuestro tronco en otro pedazo de tierra en el cual creemos va a dar más frutos?

Yo, hoy, deseo vivir mi vida en ¿mi Guatemala?, pero no en las condiciones en las cuales se encuentra. ¿Qué puedo hacer para cambiar esa situación que molesta a tantos? ¿De qué manera puedo aportar un grano de maíz al cambio para bien de la sociedad en que vivo? Ese cambio, ¿a dónde nos llevaría?

Definir el sueño es sencillo. Hacerlo realidad lo difícil.

“Quiero vivir en un sociedad de hombres y mujeres responsables y libres, desarrollados integralmente por medio de una economía de mercado y dentro del marco de un Estado de Derecho, que asegure la única igualdad posible entre personas únicas e irrepetibles: la igualdad ante la ley. Esta última sólo se puede alcanzar mediante normas generales, universales, abstractas, impersonales, pocas y conocidas, que no privilegien a nadie y nos obliguen a todos por igual. Así aseguramos el respeto a la propiedad, la libertad y la vida de las personas, para que podamos, finalmente, cooperar los unos con los otros en paz e intercambiar voluntariamente bienes y servicios que satisfagan nuestras necesidades. Para que podamos hacer las decisiones que nos permitan la consecución de nuestros fines propios: aquellas que nos lleven a buscar la felicidad por los caminos que más nos satisfagan sin dañar a los demás en sus mismos derechos”.

No es mi intención con este escrito llevar la “palabra de Dios” (en quien irracionalmente creo) a nadie, sino compartir con ustedes pensamientos dispersos que he apuntado desordenadamente a lo largo del último año (que espero no sea el último de mi vida) en ese proceso continuo de aclararme las ideas.

Con estas reflexiones espero contribuir a vivir algún día en una sociedad mejor a la que encontré.

8.10.2005

Staying alive no. 5

Suelo ir al gimnasio de noche, cuando aún no abren las puertas del mismo. Hace algunos días, mientras iba ya avanzada en mi corta rutina, escuché una canción del siglo pasado, de allá por finales de los años 70, el “cover” de una de las primeras películas de John Travolta: “Staying alive”.

Manteniéndose vivo. ¿Cuántos en nuestra Guatemala solamente eso piden? Mantenerse vivos hoy. ¿Y mañana? Dios dirá.

Otros lo único que hacen es mantener vivas ideas antediluvianas. Paradigmas que debieron extinguirse por su fracaso repetido. Personajes oscuros que se mantienen vivos planificando una sociedad gris, sin retos, sin incentivos, sin sueños… donde da igual cuanto yo trabaje y produzca, ¿qué sentido tiene, si el “colectivo” se va a encargar de darme según mis necesidades? Al menos, las que considere “necesarias” el dictador de turno o el demagogo de moda.

Sin embargo, hay quienes sólo esperan llevar a su casa el alimento necesario para mantenerse vivos: ellos y sus familias. Hay quienes anhelan un techo que los proteja de las inclemencias del tiempo y la naturaleza: un refugio que les permita mantenerse vivos. Y los más aventados esperan vestirse “decentemente” (no importa que sea ropa de paca) y, de vez en cuando, ir al cine, aunque sea “nomás” a subir la gradas eléctricas del “shopin mol” por la pura emoción.

¿Y los vivos qué? Esos en la política.

Por cierto, también entre ellos los hay madrugadores. A uno que otro me los encuentro entrando al antro del la cultura física al yo salir corriendo (como si no hubiera hecho ya suficiente ejercicio) de ese edificio que se asemeja más a un círculo que a un hemiciclo.

Vivos que se mantienen vivos soñando que son el protagonista de otra canción de antaño que escuchaba mientras me iba: Mambo número 5. Pero no la de Pérez Prado. No. La de Lou Vega, sí: “…a little bit of Monica in my…” ¿Servida a la Clinton? Pienso mientras escucho en el regreso a mi casa el final del himno nacional interpretado por Gaby Moreno, seguido de Contravía con mi querido amigo Estuardo Zapeta.

Manteniéndome viva.

8.03.2005

Por obra de Oscar Berger

Si por obra del señor Presidente, Oscar Berger, los habitantes de Guatemala logramos mejorar nuestra calidad de vida, debería darse éste por satisfecho. Sin embargo, “del dicho al hecho, hay un gran trecho”.

Para que todos mejoremos nuestra calidad de vida necesitamos algo más que buenas intenciones, aunque estas vayan acompañadas de chorritos, caminitos, escuelitas, casitas… Necesitamos de ideas claras que nos lleven a encontrar y entender los medios idóneos para hacer realidad esas nobles intenciones, no vaya a ser que en lugar de al cielo nos lleven al mismo infierno.

Hace un par de meses, Berger respondió molesto a los reporteros que le preguntaban su parecer con relación a su baja popularidad diciendo que: “ni modo, si le preguntan a alguien que le robaron su carro o no tiene trabajo qué opina del gobierno dirá que éste no sirve para nada”. ¡Elemental mi querido Oscar! Porque las personas (en cualquier parte del mundo) exigimos que los gobernantes velen por el respeto a nuestra propiedad, libertad y vida.

El descontento de la población no es porque el gobierno, con nuestros impuestos, haga “más o menos obra”, o exista “más o menos” información de esas obras. La creciente molestia se debe a que, a pesar de éstas, la calidad de vida de la mayoría de las personas no mejora, sino todo lo contrario: empeora.

¿Por qué se da tal situación en la cual a lo que podemos aspirar, en el mediano plazo, es a mantener nuestro estatus actual? Porque los ingresos reales de la gente no aumentan, por más megaproyectos que el gobierno impulse.

Y, ¿por qué estos ingresos no se incrementan? Porque somos incapaces de atraer inversión productiva a pesar de las ventajas y recursos que nuestro país podría ofrecer a los interesados en arriesgar su capital en una nación tercermundista.

Sé que estas respuestas, fáciles de entender por cualquier hijo de vecino con sentido común, no satisfacen a los burócratas internacionales que pretenden inventar el agua azucarada y transformar la acción humana a partir de su voluntad. ¿O será para proteger sus intereses particulares?

Oscar Berger, ¿se dejará apantallar por ellos, como ya lo hicieron varios de su equipo, quienes cayeron presos de sus cantos de sirena?

Sería un grave error de parte del Presidente intervenir los medios de comunicación con la excusa de que no se le reconoce el mérito correspondiente a las obras de su gobierno, o porque es necesario imponer un “estado de excepción”. Tampoco es válido utilizar el sofisma de que el Estado es el dueño de las frecuencias de comunicación. ¿Quién es el Estado? Pregunta difícil de contestar. Al menos sé quién no lo es: Oscar Berger.

¿Dónde se encuentra el quid pro quo de su mandato? En creer que el desarrollo es consecuencia del gasto del gobierno en lugar de la creación de riqueza producto de la inversión, la creatividad y el trabajo de las personas que libremente intercambian bienes y servicios y cooperan los unos con los otros en paz. Sí: su mayor equivocación fue una reforma tributaria que incrementó impuestos en lugar de eliminar aquellos que desalientan y entorpecen el progreso.

Si es cierto que las finanzas públicas se encuentran en un período de vacas gordas, ¿por qué no corrige su equivocación? Aun esta a tiempo de impulsar un cambio positivo en nuestras vidas. El DR-CAFTA puede ser la excusa para enderezar el camino (o terminarlo de torcer).

Así, en lugar de recordar a Oscar Berger por una mala obra, lo llamaremos hijo de sus obras: una persona que alcanzó un estatus relevante gracias a su valentía de ir en contravía, pero en la dirección correcta.