Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

12.12.2016

La ilusión de verdad



¿Por qué creemos lo que creemos? ¿Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad, como repetía Joseph Goebbels? Esa ilusión que momentáneamente alivia a las almas afligidas, ¿les es beneficiosa en el largo plazo? O, por el contrario, ¿es el origen de las angustias crónicas de la mayoría? ¿Cuál ha sido el costo de creer sin confirmar que la creencia sea cierta? ¿Es  sostenible la felicidad que manifiestan aquellos que falsean la realidad con tal de no enfrentar sus contradicciones? ¿O es sólo una felicidad a medias? ¿Se conforman con esa ilusión antes de encarar sus miedos?

Las anteriores son algunas de las preguntas que me surgieron al leer un artículo escrito por Tom Stafford en “BBC Future”, en el cual pretende llegar al origen de ese mal hábito de tantos de engañarse a sí mismos. Según el autor, “Nuestras mentes están atrapadas por la ilusión del efecto de verdad, porque nuestro instinto es usar atajos al juzgar el grado de verosimilitud de algo”. Fuera de que considero la palabra instinto un término ambiguo que sirve al invocarlo para dar la apariencia de conocer el origen desconocido de reacciones de los seres vivos, me parece interesante la relación que hace Stafford con el impulso humano de alcanzar el máximo beneficio con el menor esfuerzo, propio de nuestra naturaleza.

Los seres humanos, racionales y volitivos, nos hacemos preguntas sobre la realidad en la que vivimos y de la cual somos parte. Nos preguntamos sobre nuestro papel y nuestros objetivos en el mundo en el cuál interactuamos con otros y, en especial, nos hacemos preguntas sobre nuestra propia existencia. Nos hacemos preguntas y nos exigimos respuestas. Lamentablemente, no todos nos exigimos que esas respuestas sean verdaderas, o sea, que coincidan con los hechos de la realidad como juicios que son.

La mayoría se conforma con las respuestas que les implican el menor esfuerzo mental. Respuestas que suelen darles otros que, como ellos, sólo les interesa una respuesta que les dé una aparente paz, sin importar que esa respuesta sea verdadera: repito, que coincida con los hechos de la realidad. Les es irrelevante que esta sea sólo una ilusión. Una comodidad que se paga en el largo plazo, cuando no alcanzan sus fines ni el propósito moral más alto de toda persona: ser feliz. Una comodidad que los termina amargando y resintiendo, en particular contra aquellos que sí logran alcanzar y conservar sus valores.

Stafford sugiere que, además de comprobar por qué creemos en lo que creemos, nos preguntemos si algo suena plausible porque realmente es cierto o porque nos lo han repetido en múltiples ocasiones desde que somos pequeños, para que así podamos “rastrear el origen de cualquier afirmación, en lugar de tener que tomarla como un acto de fe”. Tiene razón el columnista cuando dice que vivimos en un mundo donde los hechos importan y deben importarnos a todos. Y si repetimos cosas sin molestarnos en comprobar si son ciertas, estamos ayudando a construir un mundo donde la mentira y la verdad son más fáciles de confundir.


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 12 de diciembre de 2016.

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7.08.2013

Falta el respeto



Al final de mi artículo de la semana pasada pregunté qué hace falta para que todos entiendan que debemos respetar la propiedad, la vida y las decisiones de los otros, una vez sus acciones no violenten nuestros derechos individuales. Porque si queremos que se respeten nuestras elecciones personales, debemos respetar las de los demás aunque sean opuestas a las nuestras. Aunque creamos que se equivocan, no podemos ¡ni debemos por nuestro propio bien en el largo plazo! obligar a vivir a los otros según nuestra propia escala de valores. Sólo podemos exigir que nos respeten, si nosotros aprendemos a respetar.

No hay que confundir lo moral con las creencias religiosas.  “Lo moral es lo escogido, no lo forzado; lo comprendido, no lo obedecido. Lo moral es lo racional…”, escribió Ayn Rand. Lo moral es tomar las decisiones correctas (actuar bien) para asegurar nuestra felicidad. Es saber diferenciar entre lo que es bueno y lo que es malo. No se necesita creer en un dios ni formar parte de una religión para reconocer que es incorrecto robar, extorsionar, defraudar, engañar, violar, secuestrar, torturar, asesinar… Más aún, es lamentable que a lo largo de la historia, casi todas las religiones hayan promovido muchos de los crímenes que recién listé.

Usted es libre de creer lo que quiera creer. Pero no tiene derecho a imponerle sus creencias a otros y menos utilizar el poder del Estado para alcanzar ese objetivo. Acepte que mañana la voluble, la caprichosa mayoría puede cambiar, y no le gustaría que otros le impusieran sus creencias. A nadie le agrada que otros le obliguen a vivir su vida según sus estándares y/o dispongan de sus bienes. Tarde o temprano, lo que se termina provocando es, en el menos peor de los escenarios, la hipocresía y las vidas basadas en mentiras. Y en otros casos, tristemente, ha llevado a muchos a optar por el suicidio.

La naturaleza humana es racional y volitiva. Violentar las decisiones de los otros, solo porque chocan con nuestras creencias (no violentan nuestra vida, libertad y propiedad) es antinatural. Es falsear la Ley de Identidad: aquello que nos hace ser humanos y nos diferencia del resto de los seres vivos. No es cuestión de agredirnos los unos a los otros. Es cuestión de respetarnos como seres independientes, con voluntad propia. Todos diferentes. Es entender que la única igualdad posible es ante la Ley, la cual descansa en el respeto a los derechos individuales de todos: la base de una sociedad justa.

Puede llegar a ser una magni sudoris opus (una obra muy trabajosa) para algunos, pero vale la pena intentarlo si queremos vivir en una sociedad donde sea posible alcanzar nuestro proyecto de vida, aun cuando no coincidan nuestras creencias. Para lograr la igualdad de todos ante la Ley, debemos eliminar los privilegios, tanto los que tienen que ver con el intercambio libre de bienes como con los aspectos comúnmente llamados sociales. Para progresar necesitamos paz. Y para que haya paz, necesitamos respeto.


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 8 de julio de 2013.

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4.10.2009

Acquarella


Si quisiera nombrar esta época del año la llamaría acuarela. Una temporada de muchos colores diluidos en el agua que camina de la mano del calor propio de un tiempo que invita a la reflexión. Al menos en mi caso.

Sé que a otros los lleva a disfrutar de una chela, oscura y bien fría, a orillas de la piscina. O alberca, como usted prefiera. O vodka con jugo de naranja. (Una sugerencia: pruebe a mezclar el jugo con el amarrillo almendrado del amaretto. Y, por supuesto, mucho hielo). Disfrutando de la vista cercana (o lejana, da igual), de un mar vestido de turquesa. Escuchando el caer de las olas sobre la arena gris. Sintiendo la brisa incolora que recorre su piel y aspirando una multiplicidad de olores sazonados con sal blanca en su versión primera. Una delicia para los cinco sentidos que nos permiten conocer la realidad y disfrutar de la vida.

¿Será el estanque frente al cual va a descansar similar al que había en Jerusalén, inmediato al templo de Salomón? ¿El depósito que servía para lavar y purificar las reses destinadas a los sacrificios? ¿Un tanque teñido de rojo? Sería una ironía en el país de la eterna agonía, Guatemala. Tierra mestiza que recorre mis venas. ¿O serán simplemente los seres queridos que en ella habitan los que me retienen en una sociedad de eterno peligro? Al fin, si de mis recuerdos se trata, esos los llevo conmigo adonde quiera que vaya.

Que quede claro que lo anterior lo escribo al margen del imperativo religioso a la penitencia y la compenetración con el dolor que, según cuenta la historia, vivió Jesús los días previos a su muerte. Y aclaro que hoy no pretendo enfrascarme en una discusión infructuosa, la mayoría de las veces irracional, sobre la que debe ser la elección más íntima de todo individuo: la elección de creer o no en un Dios. O, simplemente, en Dios.

¿Soy deísta? ¿Soy agnóstica? ¿Soy atea? ¿Qué les importa a los demás? Me debe importar sólo a mí. Y lo anterior ojalá fuera entendido por todos. Se facilitaría mucho la convivencia humana y el respeto de los unos a los otros. Evitaría la manipulación de una gran mayoría que sufre culpas ajenas. O trabaja por los intereses particulares de sus guías espirituales. Sin duda, facilitaría la búsqueda y encuentro de nuestra felicidad: fin primero y último de todos, aún de aquellos que dedican su frustrada existencia a amargar la de los demás.

Dolor hemos sufrido todos. Físico, mental y anímico. Sin embargo, mi experiencia, y la de amigos y familiares queridos, me ha enseñado que las lesiones más difíciles de sanar son aquellas que poéticamente se conocen como las heridas del corazón. Esas que sangran sin que el líquido que recorre nuestro cuerpo de norte a sur se derrame. Esas cuyas cicatrices nos pueden marcar o ayudar a madurar. Las que pasan a formar parte de nuestro acervo personal. Las que una ilusión que nos invita a soñar podría curar. Una paleta de posibilidades que sólo nosotros podemos identificar y aprovechar.

Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 6 de abril de 2009. La fotografía la tomé el domingo 22 de marzo de 2009, en el Hotel Sheraton Presidente de San Salvador.

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4.16.2007

Cantos de profetas


Las sirenas de los tiempos de Odiseo, ahora se disfrazan de profetas. Algunos se consideran apóstoles, iluminados, o hasta el mismo Dios reencarnado: hechizan con sus melodías a quienes esperan respuestas existenciales en la religión. Otros nadan en las aguas políticas, y engañan con sus promesas chapulinescas a quienes desean vivir bajo la tutela de alguien. En pos del padre, celestial o terrenal, da igual. ¿Cuándo vamos a dejar de buscar salvadores? ¿Cuándo vamos a tomar el control de nuestras vidas?

Cuántas lecciones aprendemos del alboroto causado por el viaje frustrado a nuestro país de José Luis de Jesús Miranda, líder religioso del grupo llamado “Creciendo en Gracia”; condimentado por la campaña política que se intensifica día a día, acompañado por medidas de hecho tomadas por algunos maestros estatales y ciudadanos que demandan cualquier cosa a los actuales administradores del Estado Benefactor.

Vale la pena recordar que los seguidores de los mesías (en minúsculas y en plural), religiosos o políticos, esperan que alguien más asuma por ellos la responsabilidad individual de decidir y las consecuencias que esto conlleva. La única, pero vital diferencia, es que en el caso del tema espiritual, todavía, las creencias de unos no pueden ser forzadas a los otros, mientras que en la cuestión política, las fantasías de pocos sí son impuestas a los demás. Aunque, para confirmar si aún se respeta la libertad de conciencia en Guatemala, habría que analizar las implicaciones de la aberración de Punto Resolutivo que emitieron los diputados en el caso de Miranda, y las violaciones a los derechos individuales en que incurre.

“La Biblia”, junto con la “La Ilíada y la Odisea” fueron de las primeras obras, en su presentación para niños (con ilustraciones similares a las de los comics), que me regalaron mis papás; las cuales leí en varias ocasiones. Por supuesto, en cuanto pude, me interné en los escritos en su versión original, en especial aquel que cuenta las peripecias que retardan el regreso de Odiseo (Ulises en su traducción latina) a Ítaca, después de participar en la guerra de los aqueos contra los troyanos.

Hoy, con tantos elegidos que pululan en la tierra y nublan la razón de las personas en dos de las más sensibles áreas de nuestra vida, la espiritual y la política, me parece atingente recordar uno de los obstáculos que Odiseo debe vencer para alcanzar su objetivo: resistir los cantos de las Sirenas. “Encontrarás… a las sirenas que encantan a los hombres que se les aproximan… está perdido aquel que, imprudentemente, escuche sus cantos... le hechizan… reclinadas en una pradera al lado de un enorme montón de osamentas de hombres y de pieles de putrefacción”.

Si hacemos el esfuerzo de pensar y aclararnos las ideas, aceptando el principio de que, si queremos que nos respeten, debemos respetar a los otros, podremos vivir en paz. Yo estoy dispuesta a hacerlo, ¿y usted?


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 16 de abril de 2007.

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