Todos deseamos un final feliz, incluidos los escépticos y los pesimistas. Es
parte de nuestra naturaleza. La persona sin propósitos, más que vivir como humano,
ve pasar la vida sin mayor expectativa, como un simple observador que
desperdicia su valor más importante: su propia vida.
Aunque, el final de los finales no será feliz. Solo será. Será,
inevitablemente, lo queramos o no. Está fuera de nuestro alcance cambiar ese
final. Lo más que podemos hacer es alargar su llegada. Pero que llegará, es
indiscutible. Casi ni cuenta nos daremos cuando llegue: ya no seremos presente.
Por eso, los finales antes del gran final son los importantes. Los que
hacen la diferencia entre una existencia rica y una vida pobre.
En un artículo reciente de Carlos Fuentes, conocido escritor mexicano, me
topé con lo siguiente: “La memoria es el género que se atreve a decir su propio
nombre. La biografía nos dice: ‘Eres lo que fuiste’. La novela nos dice: ‘Eres
lo que imaginas’. La confesión nos dice: ‘Eres lo que hiciste’. Pero la
biografía, la confesión o la novela requieren de la memoria, pues la memoria,
dice Shakespeare, es el guardián de la mente. Un guardián, diría yo, que se
radica en el presente para mirar con una cara al pasado y con la otra al porvenir”.
Deseo que mis memorias sean una colección de finales felices. Eso confieso.
Sé que no es tarea fácil lograr esos finales
felices. Más aún, los finales en aquellas circunstancias relacionadas con
nuestros más caros anhelos que, en
todo sentido, son caros: por
quererlos intensamente y por lo costoso que es alcanzarlos. No es cuestión de
sentarnos a esperarlos. Es iluso quien cree que las cosas llegarán a él
mientras espera sin hacer nada más que soñar.
Los finales felices, al menos la mayoría, suelen ser efímeros. Es cuestión
de un momento para que, de nuevo, experimentamos una sensación de
insatisfacción que nos impulsa a fijarnos nuevos objetivos en pos de ese instante
inefable en el cual alcanzamos aquello por lo cual hemos trabajado, aquello que
hemos ansiado poseer: tener en nuestro haber. Parte de nuestra biografía única,
que nunca será repetida.
Por supuesto, hay finales que no son felices. Los finales vienen en varios
sabores: pueden ser dulces, amargos, salados… O, porque no, agridulces. A
veces, alcanzar algo que hemos valorado puede que no nos proporcione la emoción
que esperábamos. O, en otras ocasiones, a pesar del tiempo y esfuerzo que
hayamos invertido en alcanzar nuestro objetivo, no logremos hacer nuestro el
final feliz. Simplemente, en alguna parte del camino nos confundimos y no
llegamos al destino que nos habíamos fijado. Es parte de la experiencia única
de vivir. Es parte de nuestro proceso de aprendizaje.
En “De La Brevedad Engañosa
De La Vida”,
escribe Luis de Góngora y Argote: “que presurosa corre, que secreta / a su fin
nuestra edad. A quien lo duda, / fiera que sea de razón desnuda, / cada sol
repetido es un cometa”. Sí, para algunos. Para quienes buscan, usando su razón,
hacer realidad sus sueños pareciera que la vida vuela, que la travesía tiene
muchas escalas que pueden ser finales felices. De mí, de usted, de él, de ella…
depende.
Hoy, decido finalizar este viaje por escrito sobre finales felices, con un pensamiento
que me parece oportuno. Cito al sabio estoico, Lucio Anneo Séneca, en su
epístola “La brevedad de la vida” en la que dice: “El tiempo que tenemos no es
corto; pero perdiendo mucho de él, hacemos que lo sea, y la vida es
suficientemente larga para ejecutar en ella cosas grandes, si la empleáremos
bien”. Los finales felices, repito, dependen de nosotros mismos y de los
objetivos que nos proponemos alcanzar: las metas que hemos escogido, libres de
toda imposición de otros. Los fines que nos permiten hacer realidad el fin
último: ser felices. De por vida, brindo por la vida.
Este artículo fue publicado en la Revista "NuChef" en su edición No. 35 correspondiente al bimestre de abril y mayo de 2012. La imagen corresponde al final de la película "Modern Times" de Charles Chaplin.
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