Absurdo teatro
Manipulan a la gente que se deja engañar. Total, para los mañosos en el arte de la retórica sofista (magos de la palabra y prestidigitadores de la emoción), hacer llorar a su público es cuestión de risa. Hasta aquellos que se consideran ilustrados se conmueven ante la imagen de un continente con venas abiertas, mientras los más débiles sangran los errores de apreciación de semejantes lumbreras. Tontos útiles, dicen que los llamó Stalin, quien hizo del manejo de la “intelectualidad comprometida” uno de sus mejores artilugios.
Investigando sucesos nacionales e internacionales relevantes para el debate de ideas, “navego” en Internet, leo diarios, veo y escucho noticieros. Es la parte de mi trabajo a veces tortuosa por las acciones humanas necias que encuentro, las interpretaciones equivocadas de estas y las soluciones irracionales de mentes rezagadas para sociedades que no salen de su eterna condición “en vías de desarrollo”.
Qué maravilloso sería que en vez de discutir sobre necesidades superadas en otros lares, nos dedicáramos a reflexionar acerca de los dilemas existenciales de los burgueses del siglo veintiuno, residentes en las urbes de países creadores de riqueza. Así como lo hacen Don DeLillo, Philip Roth, Paul Auster y tantos más. Sin embargo, por estas latitudes nos preocupa, entre otras miserias, el hambre, la falta de empleos y el aumento imparable de la criminalidad. Cosas propias de comunidades del Estado benefactor adoptado por pobres que no podían correr el riesgo de desperdiciar recursos escasísimos, como sí podían hacerlo varias de las repúblicas antaño prósperas, hoy encaminadas al “tercer mundo”.
En esta representación, los actores cobran como si fueran estrellas de “Broadway” y el espectador tributario gime sin conocer la verdadera causa que lo mantiene en la indigencia. Una función más de la paradójica comedia humana, centralmente dirigida en contra del ser. La impostura de la locura ciega a los intereses detrás de la “bienintencionada” dictadura del “socialismo dadivoso” y de quienes lo fomentan sólo por convenir a sus objetivos: sostenido por políticos que se encumbran gracias a las carencias de los demás que permiten que se aprovechen de ellos.
Parece que la mayoría, aunque más que calva sea peluda, canta en armonía dialéctica hegeliana el enfrentamiento entre colectivos que anulan al individuo. Todo un galimatías. Y si no aprendemos la lección, terminaremos eliminados por un profesor lunático y sus imitadores: promotores de medidas de hecho y adoradores de criaturas extraterrestres que algún día, creen, vendrán a redimirlos. ¿Nos convertiremos en conformistas rinocerontes? Si ignora la respuesta, pregúntele a Ionesco.
Nota: artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 31 de julio de 2006, en la columna semanal “Principios”.