Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

6.30.2010

Frágil


Hoy tengo la tentación de pedirle que no lea la presente digresión. Frágil, como el título que le di. Total, sólo es una idea vaga de los sentimientos que me atormentaron hace un par de meses, provocados por una experiencia que me acercó a la posible pérdida de un ser querido. Una sensación de impotencia. Una impresión que me recordó que la vida, además de breve, es frágil.

Para inspirarme busqué apoyo en Jaime Sabines. Sin embargo, no encontré más que el siguiente verso: “Te agradezco al aire. Eres esbelta como el trigo, frágil como la línea de tu cuerpo”. Luego, me acerqué a Alessandro Baricco, que me dijo en privado y bajito: “nuestra vida se asemeja a la existencia de los gusanos que crean la delicada seda: al menor de los descuidos, mueren”. Más cuando contamos entre nuestros preciados amigos a Leonardo Da Vinci, quien nos cuenta en sus “Apuntes de Cocina” que Salai, su siervo, se niega a prestarle ayuda en sus experimentos desde que lo encontró colocando en su comida cantidades incrementadas de estricnina y belladonna. ¡Oh los genios! gente incomprendida.

Hoy me atrevo a llamar al día frágil. El sol aparece y desaparece, la temperatura baja y el viento recrudece, aunque por momentos pareciera que amaina. Hoy que me siento a escribir este suelto que he pensado tantas veces en los últimos meses. Qué frágil ha sido mi decisión de transcribir las vivencias que me obligaron a cuestionar la falsa eternidad de mi más preciado bien: mi vida. Y la vida de mis amores, mis valores primeros.

Leo de nuevo mis entregas anteriores. Busco el hilo conductor de Le Haim. Al fin me cae el veinte: cada Le Haim es diferente como cada día es único, irrepetible e incierto. Así como no sé de qué manera voy a terminar este día con que inicia la semana, tampoco sé dónde pondré el punto final de este escrito. Hoy, como la hoja que se lleva el viento, quiero que mis pensamientos se dejen guiar por lo que dicta la tirana que vive en mí. Esa voz interior que a veces quisiera acallar. Esa dictadora que hace mi vivir más frágil de lo que comúnmente es vivir para la mayoría. En fin, a veces creo que Le Haim se convierte en ese diario que tantas veces empiezo ¿o continúo? y pronto abandono.

¡Qué cosa! Mientras escribo, un temblor hace que se balancee el edificio en el cual orbita mi hogar al cual he apodado el asteroide B506. Aunque en este caso, esa aparente fragilidad lo que muestra es el ingenio humano a la hora de construir los espacios que vamos a habitar. Como el bambú que no se quiebra a pesar de la fuerza de Céfiro, al cual vence sin retarlo. A veces, elegimos andar con personas con quienes no compartimos fines. Ni medios. Personas que nos parten. ¿Somos tan frágiles? Ser valientes y construirnos tal y como nosotros lo deseamos y no los otros. Esa es mi respuesta, tal vez incomprendida. Buscar el balance. Life is too short for lies.

Vivo mientras escribo. Y lo que vivo va a influenciar lo que escribo. Una llamada que recibí mientras divagaba me regresó al asunto de la fragilidad. La voz abatida de alguien a quien admiro me decía: “¡Qué tristeza la que percibo!”. La anterior afirmación me llevó a preguntarme: ¿nos sentimos tristes cuando nos creemos frágiles? Una vez pasa esa voluble e intermitente compañera del homo sapiens, ¿nos deja su paso el camino abierto para el placer? Melancolía armoniza con vida. Así como con alegría.

Sé que el propósito de Le Haim es celebrar la vida sin falsearla. Gozarla. Al menos la mía, ya que como lectora empedernida, a veces necesito imperiosamente escribir. ¿Podemos tenerlo todo? No sé. Depende. Lo que sí sé es que no podemos tenerlo todo al mismo tiempo. Tenemos que elegir. Y yo elijo terminar por hoy disfrutando del Tignanello 2006 con el que una de las tres Reinas Magas reconoció el pasado 6 de enero mi deseo de ser feliz.

El presente escrito fue publicado en la edición 23 de la Revista NuChef, ejemplar que corresponde al bimestre enero-febrero 2010. La fotografía la tomó Raúl Contreras en el taller de cerámica de Kira Sapper, ubicado en La Antigua Guatemala, el domingo 31 de marzo de 2010. La responsable del recorte y edición de la misma soy yo. En la imagen intento hacer una vasija de barro. Al fin, logré hacer una especie de cuenco. Logré mi objetivo: además de distraerme y disfrutar la experiencia, hice un utensilio útil, aunque este no hubiese sido mi meta primera.

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2.27.2007

Amanecer de los amorosos


Hoy amanecí en clave de poesía. Hoy amanecí dormida en un sueño que, a veces, parecía pesadilla. Hoy amanecí con Jaime Sabines, en un intento infructuoso por entender a los amorosos. O, tal vez, por no caer en la agonía de quién no se atreve, al final, a vivir la hermosa vida.


LOS AMOROSOS

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso,
el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.


Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.

Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.


En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.


Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.


Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.


Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.


Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

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