Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

1.07.2019

No somos propietarios de nadie



Al enterarme de que un grupo de sindicalistas pretenden impugnar ante la Corte de Constitucionalidad la prudente decisión del Presidente Jimmy Morales de no aumentar el salario mínimo para 2019, recordé un artículo de Tom Mullen que leí el pasado diciembre, en el cual mencionó el que considero, al igual que el autor, el mejor argumento contra las leyes que imponen un salario mínimo: el argumento de que ni usted, ni yo, ni nadie posee a otras personas. Y sólo aquel que busca un empleo debe decidir por cuánto es lo mínimo que está dispuesto a vender su trabajo.

Más allá de las justificaciones irracionales y emotivas que utilizan para impulsar un salario mínimo, la realidad, les parezca o no, es que éstos provocan más desempleo y fuerzan a los menos productivos y a los empresarios que no pueden seguir operando bajo esos parámetros, a caer en lo que se conoce como la informalidad. Cualquier aumento artificial (forzado) en el precio del trabajo, independientemente de cuál sea el salario mínimo, dará como resultado una menor demanda, que no es otra cosa que menos empleo, lo que termina siendo el motivo principal por el que tantos optan por emigrar a EE.UU. Pero, a pesar de la importancia que tiene el argumento del desempleo en contra de los salarios mínimos, existe uno anterior y mucho más importante. El argumento moral: usted no es dueño de otras personas.

Como bien explicó John Locke, los derechos individuales proceden a partir de la condición humana inherente y evidente de sí misma. En el Capítulo V de su Segundo Tratado Sobre el Gobierno Civil, escribió: “Cada hombre tiene una propiedad en su propia persona sobre la cual nadie tiene ningún derecho, sino él mismo. El trabajo de su cuerpo, y el trabajo de sus manos, podemos decir, son propiamente suyos”. Sólo él o ella tienen el derecho de determinar cuál será el precio mínimo de su propio trabajo. Nadie necesita leyes de salario mínimo para ejercer este derecho de propiedad.

Como dice Mullen, “los defensores de las leyes de salario mínimo centran su atención en los compradores de servicios laborales y olvidan a los vendedores. En su afán por restringir los derechos de los primeros, se vuelven indiferentes con los de los últimos, y no se preguntan quién es el dueño del trabajo en cuestión”. Como todo lo demás, el vendedor, el posible empleado, posee lo que se ofrece a la venta. Uno puede establecer su propio salario mínimo sin ellos.

Nunca se le ocurre a los fanáticos del salario mínimo que hay personas cuyas vidas podrían mejorar si se les deja vender su trabajo a un precio por debajo del mínimo legal. No solo es esta la diferencia entre tener un trabajo y no tener uno para millones de personas, sino que también puede permitir que las personas que trabajan por un salario superior al mínimo en un trabajo tomen un segundo trabajo con un salario más bajo, donde puedan aprender nuevas habilidades y, eventualmente, cambiar a un trabajo que les guste más o en el que les paguen más. O ambos. Eso se llama la búsqueda de la felicidad, algo a lo que todos tenemos derecho. Somos dueños de nuestro trabajo porque somos dueños de nosotros mismos.


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 7 de enero de 2019.

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1.11.2016

El peor de los salarios

"...el mejor programa social es un trabajo", Ronald Reagan.


El peor de los salarios es el salario cero. Nada. Ninguno. El escenario al cual se enfrentan los más pobres que, además, no consiguen trabajo. No tienen ingresos ni siquiera para comprar frijoles y un muñeco de tortillas que les permita alimentarse. Ese es el salario al cual condenan a muchos aquellos que se dedican a promover medidas que obstaculizan la inversión de capital creadora de fuentes de trabajo productivo. Un salario mínimo sustituye los salarios bajos por el desempleo. El salario mínimo empobrece a los más pobres.

No se puede imponer el progreso y la mejora en la calidad de vida de las personas. Al contrario, decretos del Congreso o acuerdos gubernativos que violan los derechos individuales (y tal es el caso de toda normativa cuyo objetivo es intervenir las decisiones libres de la gente) lo impiden. Y esto lo saben los políticos, los miembros de los grupos de presión y los burócratas de entes estatales, nacionales e internacionales, que viven del discurso falso de la defensa de los derechos humanos, a sabiendas de que lo que justifica sus altos ingresos es la miseria en la cual viven tantos. En otras palabras: les conviene que hayan pobres, y entre más hayan mejor será para ellos.

Repito: los ingresos reales no aumentan por orden del gobernante. Pueden aumentar los nominales para algunos, pero en el largo plazo bajan los ingresos reales de todos. No se diga los ingresos de quienes se quedan sin trabajo o los de quienes no encuentran un empleo productivo. Si queremos mejorar nuestra calidad de vida, debemos presionar a nuestros mandatarios para que eliminen los obstáculos que nos impiden transformar los recursos en riqueza, comenzando por los impuestos directos y los salarios mínimos.

La mayoría de empresarios, los verdaderos empresarios no los privilegiados mercantilistas, son pobres. Pagan lo que pueden. Cada vez que aumentan el salario mínimo o decretan más impuestos, se ven en la necesidad de reducir personal para poder subsistir hasta donde puedan. Y siempre habrá quién no le quede otra opción que cerrar, si es que acaso no logró trasladarse exitosamente a la economía informal, o sea, a trabajar (con los riesgos que eso implica) al margen del sistema opresor formal. Y me falta mencionar al casi inexistente capital (que en lugar de venir se va), necesario para transformar los recursos en riqueza. Ausencia de inversión debida a la expoliación, el ataque constante al agonizante derecho a la propiedad privada y a la falta de respeto al debido proceso.

Es importante tener presente que la situación que hoy vivimos es consecuencia del sistema de incentivos perversos que prevalece en Guatemala desde hace 70 años: el Estado Benefactor/mercantilista. ¿Cuándo seremos los mandantes lo suficientemente poderosos para impulsar, pacíficamente, los cambios radicales que urgen? No lo sé. Sólo sé que para alcanzarlo debemos ser más, muchos más, quienes demos la batalla más importante en nuestras vidas: la batalla de las ideas.



Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 11 de enero de 2016.

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2.09.2015

La necesidad de trabajar



Si elijo vivir necesito trabajar. Si no trabajo, no podré ni siquiera sobrevivir, no digamos mejorar mi calidad de vida. Nadie tiene el derecho moral de impedirme trabajar en lo que yo decida, una vez mi elección no violente la vida, la libertad y la propiedad de otros. Los otros, ciudadanos y gobernantes (burócratas estatales y de organismos internacionales), deben respetar mis decisiones en general, incluidas las condiciones que haya negociado con mi empleador. La única persona que sabe cuál es MI canasta básica, los bienes y los servicios mínimos que necesito para mi supervivencia, soy yo: yo decido qué incluyo en ésta y a qué me voy a dedicar para cubrirla.

Más aún, si decido trabajar a cambio de víveres, vivienda, vestido, educación, salud… y otras necesidades, sin importar lo que me den en efectivo, ES decisión mía. De nadie más. La obligación de los gobernantes es velar porque nadie violente mis derechos individuales. NO es obligación de los gobernantes protegerme de lo que ellos crean son malas decisiones en lo que respecta a cómo manejo mi vida y mis bienes. NO tienen el derecho de protegerme de mi misma, sólo porque ellos eligen de manera distinta.

Los bienintencionados, que generalmente poseen una bondadosa alma de dictadores, que creen que protegen a los trabajadores impidiéndoles trabajar, no solo son cómplices de los políticos que promueven leyes que violan nuestra libertad, sino que son responsables de la miseria en la cual muchos mueren de inanición ante la imposibilidad de conseguir empleo en las condiciones que, según los activistas sociales, son las ideales. No me canso de reconocer la sabiduría del refrán que dice: “De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”. El principal problema en la mayoría de los casos, tal vez por eso no aprenden los bienintencionados, es que quienes sufren las consecuencias de las acciones de los mencionados no son ellos, sino aquellos a quienes se suponen pretendían ayudar.

Trabajar no es un derecho: es una actividad necesaria para ejercer mi derecho a la vida. Trabajar corresponde al ámbito de mi libertad: ese es el derecho que violan todos aquellos que impulsan y aprueban legislación antiprogreso, como lo son los salarios mínimos y los impuestos directos que castigan a quienes son exitosos en la creación de riqueza. Todas son medidas que ahuyentan el capital que URGENTEMENTE necesitamos que venga a nuestro país para que todos podamos mejorar nuestros ingresos reales y, por tanto, sean pocos los que opten por emigrar.

Los colectivistas/socialistas, entre los que hay muchos resentidos y envidiosos, pueden decir cualquier tontería pero la realidad es que con sus acciones cuyo objetivo es promover la intervención de los gobernantes en nuestras vidas en nombre del abstracto Estado, dañan irremediablemente la existencia de la mayoría, en especial la de los más pobres a quienes no dejan más opciones que vivir al margen del sistema en la economía informal o buscar trabajo en otro país.


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 9 de febrero de 2015.

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