Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

7.18.2016

Sacrificar a Juan



O a María, o a Pedro, o a Isabel. Da igual el nombre de la persona cuando la gente cree que se puede sacrificar a unos para beneficiar a otros. Puede ser cualquiera. Hoy usted acepta que unos sean sacrificados, y tal vez mañana el sacrificado sea usted mismo. Es irrelevante de quién se trata cuando se ve a algunos individuos como medios para satisfacer las necesidades de los demás y, además, semejante inmoralidad es vista como algo deseable. Quiénes serán sacrificados y quiénes serán los beneficiados con tal acto es arbitrariamente decidido por aquellos que ejercen el poder, apoyados por líderes de presión que de alguna manera consideran que también los beneficia.

Lo más triste de esta realidad, es que la mayoría de las veces los que son sacrificados aceptan semejante injusticia porque creen que así debe de ser y aceptan una culpa inmerecida por los juicios falsos que somos obligados a aceptar como verdades irrefutables desde que empezamos a tener uso de razón. Juicios falsos que terminan siendo el origen de nuestras contradicciones que nos impiden alcanzar plenamente nuestros valores y conservarlos. Son estas creencias desarraigadas de los hechos de la realidad, basadas en prejuicios ancestrales y místicos, las que alejan a muchos de alcanzar el más noble propósito de todo ser humano: ser feliz.

Desde que somos pequeños, nuestros padres con la mejor de las intenciones en la mayoría de los casos, repiten con nosotros el error que sus padres cometieron con ellos: obligarnos a actuar en contra de nuestra naturaleza y en contra de nosotros mismos. Lo hacen cuando nos obligan a entregar a otros lo que nos pertenece y nos hemos ganado, con la excusa de que el otro también lo necesita, aunque no le pertenezca ni se lo haya ganado. A unos se les enseña a sacrificarse y a otros se les enseña a exigir lo que es de los demás haciéndoles creer que tienen derechos sobre los bienes de otros. Es este el origen del sistema de incentivos perversos dentro del cual vivimos y que la mayoría acepta casi sin cuestionar por miedo al qué dirán.

¿Debo de hacer algo para cambiar la situación? ¿Por qué debo hacerlo? ¿Qué puedo hacer para cambiar el estado actual de las cosas? ¿Qué puedo hacer para vivir dentro de una sociedad donde prevalezcan la paz y el respeto mutuo? ¿Una sociedad en la cual haya menos obstáculos para vivir la mejor vida que me sea posible? ¿Vale la pena pelear por el futuro, preocuparnos por lo que va a pasar mañana?

El mundo sólo está determinado por las elecciones libres de quienes lo habitamos. De nosotros depende, para bien o para mal, lo que vaya a suceder. ¿Una nueva ilustración que impulse a nuestra especie a seguir prosperando? ¿O una nueva edad media que nos retroceda a un estado de siervos? De cada uno de nosotros depende cuál de los dos escenarios se va a dar en el largo plazo. Dependerá de si prevalece la visión de que toda persona es un fin en sí mismo, o la visión de que unos son sólo medios para satisfacer los deseos de otros.


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 18 de julio de 2016.

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7.11.2016

Movilidad social

Igualdad ante la ley versus la "equidad"

La llamada movilidad social vertical (poder pasar de pobres a ricos y viceversa) depende del sistema político y la forma de gobierno que impere en una sociedad. A más libertad, más respeto a la propiedad privada de los medios de producción y más seguridad en lo que respecta a la vida y el cumplimiento de los contratos, mayor es la probabilidad de que aquellos que nacen en una familia con pocos recursos económicos puedan crear riqueza y mejorar sustancialmente su calidad de vida. Por supuesto, lo anterior a partir de las metas que cada uno se fije, del riesgo que se esté dispuesto a tomar y del esfuerzo, tanto mental cómo físico, que cada quien esté dispuesto a hacer.

Por el contrario, a más intervención, más estatismo, más colectivismo y más privilegios a los distintos grupos de presión, mayores serán los obstáculos para la superación personal de la mayoría, en particular de los más pobres. Los únicos que por un tiempo se benefician de un status quo basado en la idea de que los gobernantes, en nombre del abstracto Estado, pueden violentar los derechos de unos para favorecer a otros, son aquellos que llegan al ejercicio del poder, sus parientes y sus amigos.

Hace un par de semanas leí un artículo firmado por Sarah O’Connor en el Financial Times (elP 28 de junio de 2016), titulado “Los ricos tienen que ceder su lugar para que los pobres salgan adelante”, el cual me motivó la presente reflexión. En el escrito de O’Connor, lleno de falacias, la autora asegura que casi nada ha cambiado desde el siglo quince, lo que salta a la vista que no es cierto. Obvia, no sé si intencionalmente o por ignorancia, todo el progreso que hubo para los miembros de nuestra especie a partir del siglo diecinueve y de la revolución industrial.

La mencionada reportera termina su artículo de una forma que me parece funesta: “Si no encontramos una manera de impulsar la productividad y el crecimiento, entonces tendremos que aceptar la alternativa: si queremos que avancen más niños pobres, algunos niños ricos tendrán que bajar de nivel”. O’Connor propone sacrificar a unos niños para el supuesto beneficio de otros, apelando a la confusión que existe en lo que respecta al origen de la riqueza y, me atrevo a apostar, que confía en la envidia y el resentimiento de otros para fortalecer el apoyo a su propuesta.

El argumento principal de O’Connor, muy difundido en ambientes burocráticos estatales, se basa en la falacia de que lo que importa es la brecha entre ricos y pobres, y no en el juicio verdadero de que lo importante es la mejora constante en la calidad de vida, sostenida en el tiempo, de todos. ¿Qué podemos inferir de aquellos que les preocupa más la brecha de la desigualdad, que la mejora en la calidad de vida de la gente?

En fin, una de las cosas que podemos hacer es aprender de los errores de nuestros antepasados y de nuestros contemporáneos (los venezolanos, por ejemplo), para no cometerlos nosotros también. Debemos aclararnos las ideas.



Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 11 de julio de 2016.

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