Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

1.11.2016

El peor de los salarios

"...el mejor programa social es un trabajo", Ronald Reagan.


El peor de los salarios es el salario cero. Nada. Ninguno. El escenario al cual se enfrentan los más pobres que, además, no consiguen trabajo. No tienen ingresos ni siquiera para comprar frijoles y un muñeco de tortillas que les permita alimentarse. Ese es el salario al cual condenan a muchos aquellos que se dedican a promover medidas que obstaculizan la inversión de capital creadora de fuentes de trabajo productivo. Un salario mínimo sustituye los salarios bajos por el desempleo. El salario mínimo empobrece a los más pobres.

No se puede imponer el progreso y la mejora en la calidad de vida de las personas. Al contrario, decretos del Congreso o acuerdos gubernativos que violan los derechos individuales (y tal es el caso de toda normativa cuyo objetivo es intervenir las decisiones libres de la gente) lo impiden. Y esto lo saben los políticos, los miembros de los grupos de presión y los burócratas de entes estatales, nacionales e internacionales, que viven del discurso falso de la defensa de los derechos humanos, a sabiendas de que lo que justifica sus altos ingresos es la miseria en la cual viven tantos. En otras palabras: les conviene que hayan pobres, y entre más hayan mejor será para ellos.

Repito: los ingresos reales no aumentan por orden del gobernante. Pueden aumentar los nominales para algunos, pero en el largo plazo bajan los ingresos reales de todos. No se diga los ingresos de quienes se quedan sin trabajo o los de quienes no encuentran un empleo productivo. Si queremos mejorar nuestra calidad de vida, debemos presionar a nuestros mandatarios para que eliminen los obstáculos que nos impiden transformar los recursos en riqueza, comenzando por los impuestos directos y los salarios mínimos.

La mayoría de empresarios, los verdaderos empresarios no los privilegiados mercantilistas, son pobres. Pagan lo que pueden. Cada vez que aumentan el salario mínimo o decretan más impuestos, se ven en la necesidad de reducir personal para poder subsistir hasta donde puedan. Y siempre habrá quién no le quede otra opción que cerrar, si es que acaso no logró trasladarse exitosamente a la economía informal, o sea, a trabajar (con los riesgos que eso implica) al margen del sistema opresor formal. Y me falta mencionar al casi inexistente capital (que en lugar de venir se va), necesario para transformar los recursos en riqueza. Ausencia de inversión debida a la expoliación, el ataque constante al agonizante derecho a la propiedad privada y a la falta de respeto al debido proceso.

Es importante tener presente que la situación que hoy vivimos es consecuencia del sistema de incentivos perversos que prevalece en Guatemala desde hace 70 años: el Estado Benefactor/mercantilista. ¿Cuándo seremos los mandantes lo suficientemente poderosos para impulsar, pacíficamente, los cambios radicales que urgen? No lo sé. Sólo sé que para alcanzarlo debemos ser más, muchos más, quienes demos la batalla más importante en nuestras vidas: la batalla de las ideas.



Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 11 de enero de 2016.

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