Cada trescientos
sesenta y cinco días, trescientos sesenta y seis en año bisiesto, regresamos el
calendario al 1 de enero, cambiando nada más el último dígito del año. Al menos
esa es la costumbre en occidente (hoy en casi todo el mundo) desde 1582, cuando
Ugo Buoncompagni, el máximo jerarca de la iglesia católica en esa fecha, más
conocido como Gregorio XIII, sustituyó el calendario juliano (vigente desde el
año 46 a. C., instaurado por Julio Cesar)
por un cálculo más adecuado con el año trópico, aunque haya utilizado como
excusa del cambio la adecuación al calendario litúrgico. ¡Cuánto poder tenía el
Papa en esos tiempos que decidió cuál sería la medida que utilizaríamos para contabilizar
nuestra vida!
Pero, más allá de
mis consideraciones anteriores las cuales podrían ser tema de otro escrito, al
punto que quiero llamar la atención suya es al tema del eterno retorno. Por
supuesto, aclaro por cualquier cosa, que no dudo de que el tiempo es lineal y
que nuestra vida avanza, si lo podemos decir de tal manera, hacia adelante,
nunca hacia atrás. Sin embargo, reconozco la necesidad que tenemos la mayoría
de humanos, sino todos, de principios y finales. Total, así es nuestra
existencia misma, de la cual conocemos cuando inicia, pero no cuando termina.
Con la excepción de aquellos que deciden cuándo terminarla. Como yo me atrevo a
asegurar que es poco probable, improbable a mi parecer, de que alguna vez
llegue a pertenecer al anterior grupo mencionado, mi ocupación primera es en
cómo vivo cada instante de mi vida.
Y son los finales
de períodos los que nos permiten analizar lo que hemos hecho, recordar los
éxitos logrados y analizar nuestros fracasos con el objetivo de encontrar los
motivos por los cuales fallamos en el intento, si es que aún estamos
interesados en alcanzar las metas pendientes. Varios haremos este ejercicio con
alguna especie de orden lógico. Otros, aunque no lo planifiquen, no podrán
evitar pensar en su vida, a pesar de que se encuentren inmersos en las
celebraciones propias de estas fechas. Nuestra voz interior es la voz que nunca
calla. Hay quienes, quizá muchos, que arrogantemente se la adjudican a un ser
divino. Otros, talvez pocos, reconocemos que somos nosotros mismos con quien
dialogamos eternamente (eternidad finita), retornando constantemente a las
preguntas necesarias para vivir (“¿Dónde estoy? ¿Cómo puedo saberlo? ¿Qué
debería hacer?”, Ayn Rand, “Filosofía, ¿quién la necesita?”). Y, la más
importante de todas las preguntas: ¿por qué vivir?
Todos queremos
ser felices. No todos lo logran. ¿Dónde está el error? Solo cada uno de
nosotros lo puede encontrar. Eso sí, contamos con la misma, llamémosla herramienta, para hacerlo: la razón, la
facultad que nos permite conocer y entender la realidad. Si todos perdieran el
miedo a usarla y superaran la confusión conceptual a la cual la han condenado
aquellos que no quieren que pensemos… ¡qué diferente sería la vida de todos!
En fin, regreso
al principio: desearle un exitoso año 2013.
Artículo publicado en el
diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 31 de diciembre de 2012. La
fotografía la tomé el 29 de diciembre de 2012 en las playas de Monterrico
(Guatemala). La edité hoy, lunes 31 de diciembre de 2012.Etiquetas: Ayn Rand, ciclos, existencia, Filosofía ¿Quién la necesita?, razón, vida
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