Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

6.26.2006

La Guatemala canalla

Eran las once de la noche. Salíamos del Palacio. La excusa fue Mozart y la presión para asistir de Adrián, de quien nos despedimos en la escalinata. Teníamos que atravesar la plaza central, ostentosamente nombrada de la Constitución. Temí que nos pasara lo mismo que a la susodicha carta magna: ser violadas. Sin embargo, no quedaba otra que correr, tapadas de la llovizna con un paraguas imperdible que, dentro de la oscuridad y la luz tenue amarillenta de los focos, anunciaba el paso de dos irresponsables que esperaban llegar incólumes al parqueo bajo el parque. Nadie más respiraba en esa soledad que duró cien años antes de que alcanzáramos la rampa de acceso.

Es curiosa la atención al cliente en ese estacionamiento subterráneo que no tiene opción de salida, ni de entrada, para un ser humano, más que aquella que se utiliza para ingresar en automóvil. No obstante, al arribar a ese hades de luces neón nos sentimos tan protegidas como en el paraíso: resguardadas en el interior de la cuatro por cuatro que nos regresaría al otro centro de la capital en un dos por tres.

Al acercarnos al tétrico refugio, con la Catedral a la izquierda observando sospechosa nuestra marcha nocturna, miraba al fondo el Portal del Comercio. Me deslicé a principios del siglo pasado y divisé entre los mendigos durmientes al fantasma del Pelele velando el sueño de Miguel Cara de Ángel, habitante noctívago del otrora ilustre “mol” decimonónico. ¿Expiaba penas? Quién sabe. Por cierto, creí reconocer al señor Presidente de esa época. Aunque no estoy segura.

Ya en camino a la zona, dicen, viva, y dejando de lado a Hugo Chávez y su ambición de poder, mayor que la de Estrada Cabrera, mi amiga caraqueña habla sobre una Guatemala desconocida que ella llama la canalla. Entre el verde, el amarillo y el rojo, avanzo, acelero y paro, mientras asimilo la realidad de esa parte ruin de la ciudad. Hoy, sólo fui asaltada por la duda. Y, tal vez, el miedo.

Escuchando el relato, me visualicé en un bar “olvidado” al final de la avenida Centroamericana, atendida por mujeres de un metro de altura y un kilómetro de desventuras. Vidas marginales, menos para ellas. ¿Acaso desechables? Mejor me encierro en la “habitación de cristal”, dirá más de uno, y vivo la trilogía de no veo, no hablo y no oigo. Total, si no te pienso no existes.

Al fin, la dejé serenamente en la Casa Serena y enfilé hacia el paseo cuyo nombre evoca lo que tanto necesitamos: una Reforma, el cual me encamina a Las Américas, con rumbo al sur, no al norte. En unos cuantos minutos llegué a mi destino: ese espacio que hace poco tiempo me hizo creer que vivía en las nubes sin ver la luna. No me percaté de que el calendario había dado paso a un nuevo día. Salí al balcón a contemplar el otro perfil de la urbe, la Manhattan tropical rodeada de montañas. Y, a pesar del solaz que sentí, no olvidé el antro del olvido: aún recuerdo a la Guatemala de las historias canallas.


Nota: este artículo fue publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, en la columna semanal “Principios”. El lunes 26 de junio de 2006.