Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

2.20.2006

Extraño paraíso

Me siento poeta frente al califa que no quiere bajar de las alturas y descubrir como vivimos los mortales, apartados del paraíso que él habita, en compañía de muchos que viven como querubines, libres de cadenas, libres de impuestos. Extraña poesía la mía, que mezcla la fantasía de las naciones que se dicen unidas con la realidad de la extrañada y primaveral libertad.

Una tarde borgiana, una tarde como las otras, un hombre muy alto, cuyos rasgos no quiero recordar, leyó un cuento manuscrito, ¿o impreso? el cual pretendía condenar a los ya sufridos habitantes de Coactemalan a más miseria: los sentenciaba a deambular alejados del ansiado paraíso.

Podría pasar de incógnito en este mundo de ilusiones, sin proponer soluciones. Sería mejor. O tal vez no: no sería tan divertido el territorio de los caídos, esos a quienes vino a hacer sufrir, aunque algunos crean que vino a conocer y, remotamente, proteger. ¿Será que así ganaremos nuestra entrada al cielo?

Kismet. Habitamos sus alrededores. Son más, mucho más de mil noches para tantos que no saben que les depara el nuevo día. ¿Otro cuento de Sherezade? ¿Un dieciséis por ciento de carga tributaria sobre los cansados hombros de millones alejados del paraíso? ¿O acaso trabajamos para que otros vivan en él?

Toma mi mano, no sólo mis escasos ingresos producto del sudor de mi frente y de los sacrificios de mi gente. Queremos entrar a ese vergel en el que resides.

Recuerda que soy una extraña en el paraíso. Sí, ¡Oh sí! Alguien que imagina verse perdida en una tierra maravillosa: una persona ajena a la gloria que sueña con ese paraíso para todos. Y no sólo con el prometido e incumplido perpetuo progreso. Pues al fin, no venimos ni vivimos del aire.

Si permanezco con los ojos abiertos, inmóvil frente a ti, es porque existe el peligro de que no residamos en el paraíso, ese que parece vedado para los seres efímeros que se encuentran parados al lado de un iluminado como tu, tan altivo que no miras por debajo de tu horizonte a quienes esperan salir del infierno y vivir con las mismas ventajas de un encumbrado como tú.

Miré tu cara impávida. Supe que era difícil, casi imposible, que quisieras llevarnos a la eterna comodidad. Qué ironía, una acción tan humana, demasiado humana, que descubre tu rostro tras la máscara de ángel. Creí posible ascender del lugar común, destino incierto, hasta la extraña certeza en el derecho. No obstante, me encuentro suspendida sin esperanza de que te importe mi suerte. Y la de los otros.

Podrías responder a esta oración ferviente, a la petición de extraños que tocan el portón del paraíso en busca de fortuna. Sin embargo, nos echas a la oscuridad de la injusticia, a la feria de las sombras. Nos alejas de todo aquello de lo cual nos encontramos hambrientos.

Abre, con tus brazos de elegido, las puertas del edén para que entre a él quien se siente expulsada, y dime que no habrá más extraños en el paraíso fiscal.


Nota: este artículo fue publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, en la columna semanal “Principios”, el lunes 20 de febrero de 2006.