Una taza de café, ¿o de té para diez?
Sin embargo, en esta ocasión, algo no ajeno a mí, ¿o será la impredecible voluntad que se encuentra más cercana de lo previsto? me “empujó” a relatar un simple viaje, hecho tiempo atrás y en ascensor, al trascendental destino de lustrarme las botas. “Gata” con botas, dirán algunos. Pero, ¿acaso nos importa el qué dirán?
(Mientras escribía recordé el libro de Javier Payeras, Ruido de fondo, porque eso era lo que llenaba mi espacio circundante: ruido y más ruido, en el fondo y en el frente. Aun así, me sorprendí concentrada en lo que ocupaba mi mente que era algo más que ruido.)
¿Qué tiene de extraordinario algo casi instintivo para tantos? Tal vez nada a los ojos de quien ignora todo aquello que sucede en su periferia. Si nos cuesta la introspección, ese dialogo con nosotros mismos, tanto más nos cuesta la observación de la vida que transcurre a nuestro alrededor. Observar, que no es igual que “shutear”.
Antes de cumplir el rito del “lustre seño”, pasé a tomar un capuchino acompañada de una querida amiga. La conversación se centró en el trabajo y ciertas molestias de mi interlocutora con mí actuar impulsivo ¿o costumbres matutinas? Hablamos en especial acerca de un “evento” relacionado con unas bolsas de té. Digo, evento porque nadie lo había planificado, hasta ese momento.
Té negro, por si alguien tiene curiosidad. No era ningún té alucinógeno, ni de “peach” ni mucho menos de “cinnamon apple”. No, una simple bolsita de té negro. Solicitud extraordinaria hecha casi a diario, de unas semanas a la fecha, por la presente “wanna be” escribidora en su centro de trabajo que cada vez se asemeja menos a una oficina. Existencial conversación, tengo que reconocer.
Por supuesto, en toda historia existe un detonante que genera la acalorada discusión. En este caso cotidiano, fue la “planificación estratégica” (ahora sí) hecha por el muchacho encargado de cumplir con la tarea de solicitar, bajar y preparar el exótico brebaje. En lugar de pedir sólo una bolsita para preparar el mentado líquido, decidió ahorrarse trabajo en los siguientes diez días, requiriendo encarecidamente que le entregaran de una sola vez diez contenedores de la hierba. (Premio a la optimización del tiempo para Nery, pensaba irónicamente mientras escuchaba a mi amiga desembuchar su malestar.)
Tenía razón, en cierta manera, mi cuidadosa compañera, responsable de velar por los dineros de la compañía, al considerar esta situación incorrecta dentro de los estándares kantianos.
(Mientras transcurría nuestro dialogo, atentamente seguían su discurrir los parroquianos que, acodados en la barra como nosotras lo hacíamos también, fingían leer o entretenerse con sus pensamientos. ¿Es que acaso no tienen algo más en qué ocuparse? Luego pensé que lo mismo deben opinar de mí quienes se dan cuenta de que con los ojos sigo la vida de tantos otros cuando me siento a observar pasar el tiempo. Al parecer, parte del “ser” simplemente humano, no cabe duda. Además, recordé que el deporte más practicado en mi terruño es, precisamente, el chisme. Rumor ajeno, claro, nunca propio, porque de uno nadie habla, ¿acaso hay qué chismear, pues?)
Luego de un breve intercambio de palabras, concluimos que la solución era declarar la “baticueva” donde suelo trabajar, extensión y parada técnica obligatoria de los miembros de la empresa, declarando al noveno territorio ocupado formalmente por el piso decimonoveno. “Deja vú”: noveno (el piso de mi oficina) más las diez bolsas de té: decimonoveno. Casualidades, nada más casualidades.
¿Quién dice que hablando no se entiende la gente? El costo de la ocupación valió la pena: una caja de té sólo para mí. (¿Semanal? ¿Mensual? ¿Anual? Creo que quedaron algunos vacíos en el contrato.) Buena negociación creería alguien, espero, un (o dos) ganar-ganar para ambas partes. ¿Estamos de acuerdo? ¿O no?
Al grano con lo importante: sanseacabó la discusión, y mientras yo, a continuar con mi observación.
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