Pesadilla primaveral
Los apologistas de la ilusoria “primavera democrática” creen que los burócratas de entonces eran una especie de Madres Teresa de Calcuta y Mahatma Ghandis, desprendidos y sin metas particulares, consagrados a los demás (seres superdotados con capacidades excepcionales, ¿o sujetos falseados?), que no buscaban su felicidad, sino la de los otros. Y que es impensable la posibilidad de que obtuvieran beneficios al hacerlo. Tal vez. No sé. Por pocos conocidos metería las manos al fuego. No lo haría por desconocidos.
Puede ser que añoran la utopía: si tan sólo los individuos fueran diferentes, dirán. Simples deseos, alucinaciones colectivas en las que participan algunos que ni siquiera vivieron esa etapa histórica, y menos la han estudiado. Las decisiones, las acciones y las consecuencias que hoy nosotros pagamos, de la moda adoptada por los “gobernantes primaverales”. Espejismo, sin respaldo racional, que niega un principio básico de la naturaleza humana: somos criaturas teleológicas: perseguimos fines propios que nos satisfacen.
Varios opinan que tales personajes fueron menos alagartados y más discretos con sus “asuntitos”, y sólo por eso merecen una mención honorífica en el panteón de los políticos que se han servido públicamente del fruto del genio, riesgo y trabajo de los tributarios. Además, eran cultos: leían a Sartre, les encantaban las películas de Buñuel y admiraban a Trosky. Y unos cuantos a su adversario que ocupa el primer lugar entre los genocidas: Stalin. Vaya modelo a imitar.
Personas “selectas”, aunque incoherentes, que se exiliaron en México, Estados Unidos o Europa Occidental, en vez de irse a Berlín, Praga, Moscú, Beijing o, posteriormente, a La Habana de Fidel Castro.
Aquellos que los encumbran por intentar privilegiar a la “mayoría desposeída” por encima de la supuesta minoría propietaria, y velar por las “masas” en contra de las elites, deberían bailar de la alegría y entonar el himno de la hermandad Internacional, ante el arribo al poder de esos que llaman “palurdos”. Quizá ellos esperaban el ideal del hombre entregado al cultivo de las artes y la filosofía, imaginado por Charles Fourier y el mencionado Trosky, y no oportunistas dedicados a multiplicar sus asesores y sus “comisiones” en el “Congrueso” que sufre de una seria “legislorrea”. ¿Y acaso importa? El problema es de quienes son sepultados por el producto de esa dolencia, no de los panegiristas.
Total, es redistribución de riqueza que hace el ficticio Estado a quienes llegan a administrarlo. Ese es el resultado real de los regímenes intervencionistas, que otorgan poder discrecional casi ilimitado a gente falible como cualquiera de tantos que olvidaron la máxima popular: en arcas abiertas, hasta el justo peca.
Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 11 de septiembre de 2006.
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