Por estas fechas suelo toparme en los diarios con exhortaciones
de bienintencionados columnistas invitando a sus lectores a meditar respecto a
los temas serios del ser. A pensar
acerca de los factores que son claves para que progresemos, por ejemplo, la
necesidad de convivir en paz. Casi todos los días de diciembre, en reuniones de
cualquier índole, escucho a un sinnúmero de personas aconsejar a los demás a
reflexionar sobre la vida. Se supone que es una época en la cual podemos
aprovechar el tiempo para hacer una evaluación objetiva de nuestras acciones,
en particular de lo que hicimos y logramos el año que recién termina. Y, por
supuesto, planificar cómo queremos vivir mañana. Decidir quién queremos ser el
resto de nuestra vida… o al menos durante los siguientes doce meses. Asuntos
que siempre debemos considerar, estoy de acuerdo.
Sin embargo, lo que veo hacer a la mayoría es evadir la
parte de la realidad que nos cuesta comprender, a veces aceptar. Aún muchos de
los que invitan a cavilar sobre la trascendencia y el sentido de nuestra
existencia, se dedican a divertirse, más que a filosofar. Algo que no considero
pecaminoso ni una mala práctica. También necesitamos relajarnos, distraernos, entretenernos
en cuestiones que no impliquen perdernos en emociones que pueden causar un daño
permanente a nuestro estado de ánimo. Como bien dijo el multifacético fundador
del Movimiento Scout Mundial, Robert Baden-Powell: "Quien no siente la
necesidad de sonreír no goza de buena salud". Y eso solemos desear
constantemente por esta época, en todos los idiomas, cada vez que alzamos
nuestras copas: salud, santé, lejaim…
No obstante, como explicó Aristóteles en “Ética a Nicómaco”,
la felicidad verdadera solo la encontramos en una vida virtuosa la cual demanda
la práctica de la justa medida: no privarnos de aquello que nos da placer, pero
siempre buscando el equilibrio correcto para nosotros mismos y teniendo
presente las consecuencias que nuestras decisiones tienen en el largo plazo.
Una vez pasa la algarabía de compartir con seres queridos, y de que hicimos
nuestra evaluación personal del período que finaliza, también es recomendable
dedicar un tiempo a viajar a nuestro interior. ¿Cambié en algo? ¿Fue para bien
o para mal? ¿Qué aprendí? ¿Con qué contradicciones me topé? ¿Fui valiente al
reconocer mis errores y enmendarlos? ¿Por qué? ¿Cuidé mis valores y logré
alcanzar otros? ¿Qué virtudes abracé y practiqué? ¿Para qué? ¿De cuáles vicios
me despedí? ¿Fui feliz?
Mi visión de la vida no es como la de tantos: monocromática.
Ni es color de rosa, ni es color de hormiga. Tampoco es negra la cosa: ausente de color. La patina de la
vida es inmensa, está compuesta de infinidad de tonalidades. Y es esta esta
variabilidad infinita y absoluta a la vez la que nos hace únicos e irrepetibles.
La anterior, considero, es la conclusión más importante a la que llego: el
secreto de una vida verdaderamente vivida. Descubrimiento que quisiera otros
hicieran. Vivan: sean felices.
Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo
Veintiuno”, el lunes 23 de diciembre de 2013. La imagen fue tomada en Chicago,
EE. UU., por mi hermano Constantino Díaz-Durán A.Etiquetas: felicidad, filosofía, Introspección, Marta Yolanda Díaz-Durán A., reflexión, Robert Baden Powell, vida
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