Principios / Marta Yolanda Díaz-Durán A.

9.24.2012

Una hora con la policía




“¡Diecinueve!… ¡Diecinueve compañeros que de un solo fueron enviados al bote!” Gritó el jefe Segura en la decimotercera comisaría. “Aunque”, agregó recobrando la tranquilidad, “les será muy difícil atrapar a todos. Se quedarían con muy pocos agentes”. Un compa estalló en carcajadas. Segura no. Segura se mantuvo con el rostro impávido. No le provocaba risa el reconocimiento de una verdad que profundizaba su amargura. Sabía que se encontraba muy lejos de ser feliz, a pesar de la licencia para delinquir con la que contaban él y el resto de los elementos de la policía. “¿Qué te pasa Segura?”, se reprochó.

“Una hora con la policía”, era el nombre de un programa del gobierno anterior con el cual pretendían recobrar la confianza de los ciudadanos en el ente encargado de la seguridad pública. Segura sabía que era tiempo perdido. Estaba convencido de que era imposible recuperar algo que nunca habían tenido. Lo que sí se han ganado, pensó, es la reputación de criminales. A la gente común le sobran motivos para temer a los policías. Una hora con ellos puede representar cualquier cosa. Recordó las historias con las que se vanaglorian muchos de los compas que se sienten muy machos al violar a mujeres que ingenuamente circulan a altas horas de la noche por las calles de la ciudad oscura. Una hora temida con la policía.

También recordó al señorón que lloró pidiendo clemencia cuando lo detuvieron un miércoles por la noche. El sujeto regresaba de trabajar en su empresa, la que tanto le costaba mantener a flote con el montón de trabas burocráticas y el reciente aumento de impuestos, según les contó. Paró su vehículo, a pesar de lo extraño que le pareció la señal de la patrulla. Lo primero que hizo al verlos fue preguntar cuál era el motivo por el que le habían hecho el alto. Tenía razón el viejo al preguntar: no había hecho nada malo.

Era una de esas noches en la cual la necesidad del guaro y la falta de dinero para comprarlo, los hizo buscar a un idiota que circulara cerca de ellos. Un tonto que mejor se debió quedar callado y aceptar las ordenes de la autoridad. "Por maricón recibió lo que merecía en ese barracón abandonado". Un espacio contaminado con mierda de los animales que lo habitaron y los orines del miserable que luego dejaron tirado en algún lado.

“¡Cuántos más no han pasado una hora con la policía!” O más, o menos, da igual. Minutos eternos que nunca olvidaran. Tarde o temprano más de una de las víctimas se iba a rebelar. Alguien iba a presentar las pruebas necesarias para que no les quedara de otra a los jefesones más que detener a algunos compas. A diecinueve. “¿Un video? ¿Atrapados por una cámara? ¡Qué mulada!” A lo mejor ya era hora de que pensara en su retiro. Antes de que lo agarraran a él. O, todavía peor, que un grupo de indios resentidos intentaran lincharlo, lo que ya les ha pasado a varios cuates que han sido destinados a algún pueblo despreciable en el interior.

Continuará…


Artículo publicado en el diario guatemalteco “Siglo Veintiuno”, el lunes 24 de septiembre de 2012. La imagen la bajé del sitio de Prensa Libre.

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