Hay un tema muy importante que debemos enfrentar este año:
la amenaza gubernamental a la libertad de expresión, la cual parece rebasar los
límites a los que se habían atrevido a llegar otros gobernantes. Es un común
denominador en los aspirantes a dictadores con un ego frágil, considerar sus
enemigos a todos aquellos que nos atrevemos a cuestionarlos, no nos plegamos a
sus deseos y les recordamos que en los Estados contemporáneos los mandantes (los que mandamos) somos
los ciudadanos y los mandatarios (los que obedecen) son los gobernantes.
Parte de esta idea quedó plasmada, entre otros, en el
artículo 35 de nuestra Constitución, en especial en el segundo párrafo que
reza: “No constituyen delito o falta las publicaciones que contengan denuncias,
críticas o imputaciones contra funcionarios o empleados públicos por actos
efectuados en el ejercicio de sus cargos”. Cargos que ocupan desde el momento
que toman posesión hasta el instante en el que entregan el poder a su sucesor,
sin licencias en horas inhábiles, fines de semana, asuetos y feriados. Por
tanto, deben aguantar estoicamente la crítica que se les haga, les guste o no
lo que de ellos se diga, quién lo diga y cómo lo diga.
Los derechos civiles son reconocidos por las constituciones republicanas
para que los ciudadanos se puedan defender del abuso del poder por parte de los
gobernantes, y no al revés. Es absurdo, ilegal e ilegítimo que los gobernantes
pretendan usar la carta de ciudadanos
cuando se encuentran en el ejercicio del poder, e intenten acusar a quienes los
critican de desestabilizar el sistema corrupto en el cual vivimos. Un sistema
que solo los beneficia a ellos y al pequeño círculo de familiares, amigos y
líderes de grupos de presión que los rodean.
Es lamentable la actitud servil del editorialista de Prensa
Libre del 8 de enero pasado, que en lugar de defender el derecho fundamental a
la libre expresión por el cual derramaron su sangre los fundadores de ese
medio, busca quedar bien con dios y el
diablo al mismo tiempo aunque eso signifique manipular la Constitución y
negociar principios. La ley se debe cumplir al pie de la letra, y no según la caprichosa
voluntad de quien la interprete, lo que ha sido, precisamente, uno de los
problemas en Guatemala. Y, ¡qué ironía! es esto lo que propone el autor de
marras: más arbitrariedad y menos objetividad. Por otro lado, me alegró leer al
día siguiente en el Editorial del mismo medio la posición contraria a la del
miércoles citado. Al parecer no todo “está podrido en el Estado de Dinamarca”, parafraseando
a Shakespeare.
Muchos consideramos el ataque ad hóminen una manera
equivocada y despreciable de expresar nuestra opinión. Sin embargo, por el bien
en el largo plazo de todos, debemos respetar el derecho de quién así decide manifestarse.
Recordemos que es el respeto irrestricto a la libertad individual lo que
permite que circule la verdad. Ya dependerá de quien la escucha, y de si es o
no intelectualmente honesto, diferenciarla de la mentira.
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