Entiendo la necesidad de muchos de sentirse encendidos de patrio ardimiento por
estas fechas. Más aún, si reconocemos la creciente incertidumbre en todo
aspecto de nuestra vida en sociedad. Incertidumbre política, incertidumbre económica,
incertidumbre legal. Incertidumbre provocada por la falta de cumplimiento de
las normas básicas de convivencia y respeto que deben regir en una sociedad
próspera. Normas que son principalmente incumplidas por quienes ejercen el
poder.
Por supuesto, la incertidumbre siempre va a existir por el
solo hecho de que estamos vivos. Precisamente la idea de asociarnos para
cooperar, intercambiar y convivir con otros tiene como objetivo minimizar esa
incertidumbre y facilitar a los miembros de la sociedad el hacer realidad su
proyecto de vida. Sin embargo, en nuestro país estamos aún lejos de alcanzar ese
ideal, y de alguna manera, en diferentes grados, todos somos responsables.
Yo lamento que en Guatemala estamos todavía lejos de vivir
dentro de un sistema político que proteja la convivencia pacífica y respetuosa,
entre otros motivos, por la emotividad que predomina entre los miembros de
nuestra sociedad que los hace víctimas fáciles de los populistas que añoran
llegar al poder. Oportunistas que se aprovechan de la confusión intelectual y
la pereza mental de la mayoría.
Sin ir muy lejos, durante el mes de septiembre somos
testigos de la confusión que hay entre dos términos importantes para toda
persona que se valora y busca su felicidad: independencia y libertad. Lo
anterior no es una confusión sólo de los guatemaltecos. Es una confusión que
observamos en otros países donde también es muy difícil para sus habitantes
mejorar su calidad de vida. Por eso hoy existen muchas naciones independientes, pobladas por siervos y esclavos
incapaces de reconocer que ellos mismos son la causa de su miseria. Falsean
la realidad y no se atreven a admitir lo obvio: que entre más poder adquieren
los gobernantes, no sólo aumenta la incertidumbre, también somos menos libres e
independientes.
Si es cierto que veneramos
la paz cual presea, debemos esforzarnos, mental y físicamente, por
construir un Estado de Derecho donde todos seamos iguales ante la Ley y los
gobernantes cumplan con sus funciones primordiales: dar seguridad y velar
porque haya justicia. Seguridad en el sentido de que no se violen los derechos
individuales de todo aquel que respeta los derechos de los demás. Y justicia en
caso de que algún antisocial violente la vida, la libertad o la propiedad de
alguien.
Fuera de estos dos deberes, propios de la naturaleza del
gobierno, cualquier otra obligación que se le endilgue a quienes ejercen el
poder político implica la violación de los derechos de unos para satisfacer las
demandas de otros. Es esa injusticia, más allá de las supuestas buenas
intenciones que aducen para justificar el otorgar más poder discrecional a
quienes lo ejercen, el origen de la corrupción. Si queremos acabar con esos
abusos, es a ese poder ilimitado al que debemos enfrentar.
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